En el interior de Alberta iba cuajando una llamada y un deseo que le rondaba desde hacía tiempo: consagrarse a Dios y unirse más a Él con votos.
Lo propone a las otras seis compañeras que estaban, entonces, con ella. Con total sencillez, Alberta les expuso el camino nuevo que a ella le gustaría comenzar, insistiendo en que se consideraran muy libres para dejar el centro si no se sentían con fuerzas o no era su deseo. No hubo duda. Todas quisieron permanecer.
Se concretó la fecha: el 19 de septiembre de 1874. Después de la celebración eucarística, que presidió el Visitador, D. Tomás Rullán, se constituyeron en Sociedad de Hermanas de la Pureza.
Consagrarse a Dios era algo sagrado. Dedicar su persona toda al Señor de cielos y tierra, al Dios del amor, del perdón y de la misericordia, iba más allá de lo soñado. ¿Seré yo digna? Una paz profunda y una densa calma se instaló en su corazón.
Las pestañas de Alberta brillaban inundadas de lágrimas. Un gran silencio emanaba de cuanto alcanzaban sus ojos. En su corazón, un susurro: “Te seguiré constantemente, Señor, y no te abandonaré”. El silencio duró poco, porque la alegría empezó a invadirlo todo: el olor del ambiente, los ruidos de la casa, los humos y olores de la cocina. ¡Fiesta, mucha fiesta!
Caminar tras las huellas de Cristo, seguir el camino de la luz, dejarse llevar del Espíritu, siempre audaz, creador y novedoso… Todo un programa.
La misión cobrará nueva fuerza convirtiéndose en el alma, el motor, el fuego, para poder descubrir en profundidad, en la labor educadora iniciada, lo que Dios quiere llevar a cabo a través de la Sociedad; para diseñar un futuro, para dibujar un mapa de ruta y describir unos elementos que determinarán la obra.
Aquella noche, todas tardaron un poco más en conciliar el sueño. Había comenzado una etapa nueva en la historia de sus vidas.