Alberta fue muy positiva. No dejaba que su corazón se enredara en la basura, prefería mirar lo positivo de cada situación. “Mira la bueno de cada uno y así serás feliz”, decía.
Su fortaleza. Fue mujer resistente a la fatiga y al dolor, muy fuerte. Tuvo que afrontar a lo largo de su vida muchas situaciones dolorosas y lo hizo con gran serenidad y paz.
Cada vez que la muerte tocó a su puerta, ella se quedaba contemplando la noche y su misterio a través de la ventana de su alcoba. El viento helado golpeaba con fuerza todas las ventanas. Mas su espíritu de fe y su fortaleza superaban cada vez, de nuevo, la prueba.
La Providencia guiaba su vida por caminos incomprensibles y ella se dejaba en manos de ese Padre amoroso que vela por cada criatura.
Solo tenía un deseo ardiente: cumplir la Voluntad de Dios en todo y siempre. No pretendía otra cosa ni se dejaba envolver por otras motivaciones. Deseaba hacer cada día lo que el Señor quería para ella, fuera gozoso o doloroso.
Era muy sensible a la belleza, la poesía, la justicia, la llamada de los enfermos. A pesar de sus múltiples actividades, siempre tenía tiempo.
Amaba la naturaleza. En ella descubría la mano del Señor del mundo, del Creador infinito. Leía en las leyes de la naturaleza un misterio sorprendente que la sobrecogía.
Su amor era un amor vivo, paciente, lleno de compasión y misericordia. Su trato con alumnas, padres, profesores, hermanas era exquisito. A todos trataba con sencillez, cariño, respeto, cercanía, amabilidad. Jamás dejaba ofendido a nadie. Todos tenían cabida en su corazón. Era “muy madre”.