Y, ¡por fin! decidieron casarse con todas las bendiciones paternas. Fue en la Iglesia de San Nicolás de Palma, una iglesia grande, céntrica y bonita. Fue un 7 de abril de 1870. El día no pudo ser más radiante, uno de esos preciosos días de primavera. Todo sonreía. Francisco, 10 diez años mayor que Alberta, sentía que la amaba mucho. Era mutuo, se querían de verdad. “En las alegrías y en las penas”, siempre unidos.
Pronto nació Bernardo. Al año y cinco meses murió de fiebres gástricas. Alberta y Francisco se abrazaron fuerte. ¿Qué otra cosa podían hacer? Llorar juntos.
Nace el segundo hijo: una niña, Catalina, y vive poco más de dos años. Muere a causa de la epidemia de cólera morbo que también afectó a Alberta; providencialmente, la madre lo superó.
De nuevo, Alberta da a luz a su tercer hijo, al que también pusieron de nombre Bernardo. Vivió poco más de dos años. Murió de una “enteritis” según confirmó el médico.
Más tarde, nació el cuarto hijo, Alberto, en 1867, cuando Bernardo tenía algo más de un año. Fue el único que sobrevivió.
A pesar de los sinsabores que tuvieron que afrontar, fue un matrimonio feliz; la muerte de sus tres primeros hijos fue un golpe durísimo a lo largo de sus siete primeros años de casados. Se les consideraba unos esposos ideales, a quienes los sucesivos fallecimientos de sus hijos lograron unirles todavía más.
Alberta y Francisco superaron los duelos mientras elevaban la vista al cielo: ¿qué querría Dios?
Alberta se dedicó por completo a su marido y a su hijo. “El medio más seguro para alcanzar la paz y la alegría” es el de poner “la felicidad en conseguir lograr la de su esposo” le escribiría más tarde a una antigua alumna.